Por sí solo, un único filamento no es gran cosa. Pero cuando varias fibras se retuercen formando un hilo, y ese hilo se junta con varias hebras formando una cuerda, aquella brizna débil se vuelve fuerte, funcional y flexible, convirtiéndose así en un objeto de gran versatilidad.
Una cuerda puede unir, enrollar o amarrar. Nos permite coser, cortar o rasgar un acorde, pero también tropezarnos y enredar algo. Antiguamente la cuerda nos ayudó a desarrollar refugio, maquinaría, arte, ropa y calzado, y fue un elemento indispensable para el desarrollo de todas las poblaciones costeras.
Fue el océano el que desencadenó todo su potencial. Al principio, los únicos medios de propulsión eran remos y el capricho de las corrientes marinas. Las cuerdas aparecieron para unir los botes, para coser las velas, para amarrar las embarcaciones y para tejer las redes de pesca.
Esas cuerdas se transformaron en cabos y esos cabos desarrollaron nudos. Un llamativo sistema de amarre marítimo cargado de poesía y belleza, en el cual la forma seguía a la función. Un elemento que domesticaba al viento. Junto a un mástil y una vela, la cuerda atrapaba el viento y lo aprovechaba para oficio y beneficio del marinero.
Enlazar, asegurar, atar… más de 3,500 acepciones, tanto prácticas como decorativas, que servían para afianzar y acometer de valor a un material cotidiano y tan ordinario como lo es una cuerda, pero a su vez tan fuerte y tan fundamental para el progreso de la humanidad.