DIALOGO CON IONA: CREAR Y SENTIR
En Naguisa creemos en los oficios que laten despacio y en las manos que dan forma a lo cotidiano. Por eso nos hizo especial ilusión que Iona Palau nos abriera las puertas del taller de Can Ginestar en Sant Just Desvern, donde imparte clases y, calzada con sus ABRA, nos mostrara parte de su proceso creativo: la calma del gesto, la paciencia del torno y su relación con la arcilla. Con ella hablamos sobre qué significa crear desde el proceso, cómo la cerámica enseña a mirar más despacio y por qué volver al territorio, al material, al oficio sigue siendo una forma profundamente contemporánea de avanzar.
Entre mesas manchadas de barro y piezas en proceso, nos abre las puertas de su universo: un lugar donde todo sucede despacio, con honestidad y arraigo.
Está lista para mostrarnos, paso a paso, cómo se construye una pieza cuando el oficio se vive desde el gesto, el tiempo y la memoria.
Tus procesos, igual que los nuestros, parten del gesto manual. ¿Qué valor crees que tiene hoy detenerse a hacer algo con las manos?
Creo que es muy importante, sobre todo en la sociedad actual, donde todo va tan rápido, donde prima la inmediatez, la individualidad y el hecho de tenerlo todo a un solo clic. La cerámica te obliga estar muy presente: si no pones en juego los cinco sentidos, las cosas simplemente no salen.
Por eso cada vez más gente se apunta a clases; cuando entran en contacto con el barro, se dan cuenta de hasta qué punto desconectan de su rutina y de su vida digital. No están acostumbradas a concentrarse en una sola cosa sin estímulos externos —y eso es precisamente lo que las atrapa.
Ahora bien, creo que, como suele pasar, este auge de la cerámica se está llevando al extremo y, en muchos casos, banalizando. Se están vendiendo experiencias de dos horas para “producir piezas”, promoviendo un discurso completamente opuesto a lo que realmente es la cerámica: un oficio lento, complejo y profundamente técnico.
Evidentemente, el problema no es de las personas que consumen estas experiencias —de hecho, poner sobre la mesa la necesidad colectiva de desconectarse de un ritmo de vida tan frenético es importante.
Pero, a mi entender, el peso recae en los y las profesionales de la cerámica que promueven esta forma superficial de entender y de presentar el oficio. Porque sí, está muy bien incentivar que la gente se detenga y conecte, pero para mí, no vale hacerlo de cualquier manera.
En tus clases y en tu propio trabajo pones el foco en el proceso, más que en el resultado. ¿Por qué es importante para ti esa manera de mirar el oficio?
Siempre he disfrutado mucho más ideando y creando que contemplando el resultado final. No sé muy bien por qué, pero cuando las piezas salen del horno, se me baja todo. Para mí, lo verdaderamente interesante es trastear: la prueba y error, la experimentación, mancharme las manos… mucho más que la foto finish. Obviamente, hay piezas que quiero y en las que me reconozco, pero cuando las miro, lo que me vuelve a la cabeza son las imágenes del proceso, no del resultado.
Me pasó exactamente eso cuando hice mi exposición en el Museu Terracotta de la Bisbal d’Empordà, “40º”. Fue preciosa y es, a día de hoy, el hito profesional más importante que he alcanzado como ceramista. Pero, aun así, nunca superará la felicidad que sentía mientras la creaba en el taller, llena de barro de arriba abajo.
En cuanto a la enseñanza, mi línea pedagógica —y quizá también mi lucha personal— es poner el foco en el proceso creativo y en el aprendizaje, justo como
contrapunto a lo que comentaba en la pregunta anterior. Mucha gente llega con ganas de producir y obtener resultados inmediatos, sin querer aprender bien la técnica, intentando simplemente replicar una imagen de Pinterest y perdiéndose, por el camino, todo lo que hace que la cerámica sea tan rica.
Trabajar desde esa mirada centrada únicamente en el objeto final, para mí,no tiene sentido y va en contra de su propia esencia.
Por eso insisto tanto en el proceso: porque es ahí donde ocurren las cosas importantes, las que realmente transforman y apasionan.
Enseñas a personas de todas las edades. ¿Qué te llevas tú de ese intercambio?
Mis alumnos tienen edades muy diversas: los más pequeños tienen cinco años y la mayor pasa de los 60. Entre estos extremos hay todas las etapas posibles, pero lo que más me ha sorprendido es darme cuenta de que comparten muchas más cosas de las que parece. La impaciencia, el miedo a equivocarse y la frustración son puntos en común que aparecen constantemente, y con los que trabajo casi cada día.
Ahora bien, la pasión, la fidelidad y la confianza que me transmiten durante las clases, así como ver su evolución artística, es lo más gratificante de todo.
Lo que me fascina especialmente es ver cómo, a lo largo de los años, he ido construyendo mi propio estilo y proyecto pedagógico en cerámica. Y comprobar que, tanto en Can Ginestar (donde llevo ya cinco años) como en la Escola Canigó (donde llevo tres), la acogida ha sido tan buena y la metodología ha arraigado tan bien, me hace inmensamente feliz.
Siempre lo digo: estoy educando en cerámica y a través de la cerámica. Creo profundamente en mi labor como profesora; quizá desde fuera alguien podría pensar que solo son clases de centro cívico o una extraescolar, pero para mí es mucho más que eso.
Mi objetivo es transmitir una sensibilidad hacia la cerámica y, en general, hacia todo lo artístico. Y cuando veo que eso ocurre, aunque sea en pequeñas dosis, sé que mi trabajo tiene sentido.
¿Qué papel juega la paciencia en tu manera de enseñar y de aprender?
La paciencia lo es todo en cerámica cuando quieres aprender la técnica de verdad. Yo insisto mucho en ella porque quiero que tanto los alumnos pequeños como los adultos comprendan bien todos los procesos necesarios para crear una pieza. El barro es un material que hay que conocer en profundidad y las prisas son completamente incompatibles.
Yo sitúo la paciencia en dos momentos clave.
El primero es el aprendizaje, especialmente al aprender a tornear. Para mí es fundamental, porque entiendo el torno a través de la repetición, del desapego y de cortar las piezas por la mitad para poder entender los errores. Todo esto requiere muchísima paciencia. Y, como en mis clases conviven diferentes niveles, es muy reconfortante para ellas ver que todo el mundo ha pasado por el mismo proceso y que dominar el torno es posible.
El segundo momento es la espera: los tiempos de secado y de cocción. Con los años he aprendido a aprovechar esos tiempos de aparente inactividad para inventar recursos. En la Escola Canigó, por ejemplo, tengo toda una batería de juegos cerámicos para llenar esos espacios y convertirlos en momentos igualmente educativos y divertidos.
Y, a menudo —aunque les encantan esas sesiones más lúdicas— me preguntan:
“Iona, ¿hoy no haremos cerámica?”.
Y siempre les respondo que, aunque no estemos tocando barro para crear una pieza, siempre estamos haciendo cerámica.
La arcilla de Sant Just forma parte de un paisaje concreto, como el Mediterráneo forma parte de Naguisa. ¿Qué significa para ti trabajar con un material tan ligado al lugar?
Trabajar con la arcilla de Sant Just fue un descubrimiento absolutamente casual. Paseando por la Vall, empecé a recogerla de manera muy inocente porque estábamos haciendo unos casales con niños donde trabajábamos el concepto del entorno. A partir de aquel día, no he dejado de investigarla.
Lo que más me fascina es su versatilidad: me sirve tanto para tornear y construir piezas como para convertirla en un engobe o cocerla a alta temperatura hasta transformarla en un esmalte —y es justo en ese punto donde me encuentro ahora mismo, profundizando en esta investigación.
A menudo, cuando vivimos en un lugar concreto, no valoramos lo que tenemos cerca y nos atrae más aquello que viene de fuera. Pero este hallazgo me ha hecho descubrir y apreciar la Vall de Sant Just, un espacio que, siendo sincera, siempre me había generado cierta indiferencia. Gracias a la arcilla, he creado una nueva conexión con el pueblo: aunque he vivido muchos años allí, he formado parte de asociaciones y participo —todavía hoy— en actividades locales, nunca había sentido un arraigo tan profundo como este.
Además, hay un punto que me hace sentir muy especial: al ser prácticamente la única persona que trabaja con ella, estoy construyendo un lenguaje propio, un registro exhaustivo y unas técnicas muy concretas, convirtiéndome poco a poco en una pequeña “experta” en este material, y me encanta compartir todo lo que voy descubriendo para dar a conocer el potencial que tiene.
En un momento en que todo tiende a la homogeneización, ¿qué valor crees que tiene volver a lo local?
En un momento en que todo tiende a la homogeneización, volver a lo local tiene un valor inmenso. Significa reconectar con lo que nos es propio: los materiales del territorio, las técnicas que nos han precedido y una manera de entender el tiempo y el oficio que a menudo se ha ido perdiendo.
Ahora bien, para mí solo tiene sentido si es genuino. Cuando el retorno a lo local se convierte en una moda o en un recurso estético, pierde todo su valor. Lo veo mucho con el tema de ir a recoger arcilla: últimamente se ha romantizado mucho el proceso, se ponen etiquetas como “arcilla salvaje”, y muchas veces queda reducido a un vídeo de Instagram pensado para seguir una tendencia. Pero si detrás no hay un mensaje, una intencionalidad o una reflexión sobre el material y lo que lo rodea, todo se queda en la superficie.
Dentro del mundo cerámico, los barros de alta temperatura son muy apreciados y utilizados. Cuando estudiaba, noté cómo —quizá de manera inconsciente— se veneraban estos materiales, mientras que el barro rojo de baja temperatura, el barro propio de nuestro territorio y el más tradicional, quedaba relegado a un material “de segunda”. Como es barato y tiene todas estas connotaciones, a menudo se utiliza para aprender, pero cuando llega “la hora de la verdad”, para hacer piezas finales, se sustituye por otros barros considerados “mejores”.
Precisamente por eso me gusta trabajar con barro rojo y reivindicarlo. Intento transmitir a mis alumnas todas las posibilidades que tiene, revertir el estigma que lo acompaña y mostrar que nuestro material local puede ser tan interesante, rico y versátil como cualquier otro.
A veces me planteo —o percibo desde fuera— que alguien puede pensar que me he “estancado” trabajando como profesora de cerámica, como si no fuera tan valioso como hacer exposiciones o vender piezas utilitarias, como si esta otra vía fuera la única asociada al “prestigio”.
A menudo la conversación es:
“¿A qué te dedicas?”
“Soy ceramista.”
“Ah, ¿y vendes piezas o haces expos?”
“No, soy profesora.”
“Ah…” y, de repente, deja de interesar.
Pero a mí me encanta sentir que estoy transformando mi entorno, que estoy planteando nuevas maneras de trabajar y de vivir la cerámica. Creo mucho en el poder de cambiar las cosas desde lo local, desde las acciones pequeñas, constantes y cotidianas. Para mí, eso también es hacer cerámica: crear arraigo, sentido y comunidad.
¿Hay alguna enseñanza que la arcilla te haya dado y que lleves también fuera del taller?
Uf, muchas. La cerámica me ha ayudado, antes que nada, a conocerme mejor. Cuando trabajo, y especialmente cuando torno, es cuando más me conozco: sé perfectamente cómo me siento, qué me pasa y cómo debo actuar en cada momento. También me ha ayudado a definirme como persona y a tener valores y posicionamientos claros ante la vida. Me ha enseñado a ser humilde y generosa, a entender que el esfuerzo, la repetición y el error son esenciales para crecer. Y que el aprendizaje es mucho más rico cuando es compartido.
Pero, sobre todo, lo que más aprecio de la cerámica es que me ha regalado aquello que siempre había admirado dentro del oficio: una relación de aprendiz y maestra. En mi caso, ha sido Carme Malaret, con quien el vínculo va mucho más allá de las aulas.
¿Qué te gustaría que las personas que pasan por tus talleres se lleven consigo, más allá de la pieza que hacen?
Me gustaría que entendieran qué significa realmente hacer cerámica: que conozcan los valores y la filosofía que la rodean, que no la banalicen y que la respeten.
Que aprendan a valorar el precio y el esfuerzo que hay detrás de cada pieza que ven en una feria o en una tienda, y que comprendan que la paciencia, el desapego, el error y la constancia son esenciales para aprender.
También quiero que jueguen, que experimenten y que disfruten manchándose las manos; que descubran la belleza de disfrutar del proceso y que entiendan que el resultado final no es el único centro de todo esto.
Que sientan que forman parte de un grupo y de una comunidad, que es importante cuidar y compartir.
Y, sobre todo, que se lleven la certeza de que todo el mundo puede ser creativo.