Ella, aún con la cabeza puesta en los días de verano que ahora parecían un poco desperdiciados, se encontraba inexperta ante aquella espesura de diferentes tonos de verde.
Llenando sus pulmones al aire libre como un aprendiz de animal, se hallaba respaldada por altas tierras y montañas nevadas que la incitaban a aprovechar aquella aventura.
Caminar por los empedrados caminos con Urús, perderse por los bosques con Ger, remar en canoa por el estanque del valle con Bielsa o sumergirse profundamente en un libro mientras viaja en tren con Lles. Ella tenia hambre de cosas nuevas, de mimetizarse con ese exotismo invernal que siempre le había parecido una postal y que ahora pisaba con todas sus fuerzas, comprobando que era real.
Subir montañas parecía divertido. Se sentía cómoda, optimista y con ganas de disipar cualquier pensamiento negativo con una larga caminata acompañada de Bellver. En otoño, los bosques se inundan de colores cálidos y reconfortantes como el caoba, el marrón, el teja y el granate, y en todas las direcciones se forman murallas de diferentes matices de verdes, contra un cielo grisáceo que resoplaba tranquilo.
Ella caminó hacia un arroyo curvo, toco la fría agua y se sintió en armonía con su entorno. Aquella estampa le recordó a Vall, aquel idílico valle del que un día oyó hablar. Miró hacia el suelo y se vio hundiendo los zapatos en una montaña de hojarasca de diferentes colores, pisoteando sobre blando, notando una tibia energía en sus extremidades y sintiendo la naturaleza bajo sus pies.
Al final del camino, orgullosa de haber disfrutado de un entorno sin igual, un sendero lateral la recibió. Como un refugio alpino con su techo a dos aguas, Naguisa se había posado en las montañas y ahora, el día terminaba a aquí.