Baldomero, collage de toda una vida.

Adiós a otro verano en el mar. Ha llegado el momento de volver a pisar el asfalto, recuperar esa identidad más formal y disfrutar del otoño. Una estación que nos permite enfrascarnos en la búsqueda del cobijo y abrirnos a nuevos caminos entre valles repletos de hojarasca de colores tierra y fuego. En busca del fervor de aquello que nos da abrigo.

La vida en la ciudad también nos ofrece algún lugar en el que refugiarnos, en el que todos los rastros de artificio desaparecen y nos sentimos como en casa. Baldomero es esa morada. Atravesar su pórtico es transportarse a una aldea tranquila y acogedora. A un caserío, a un retiro bohemio que en su día pudo ser el hogar de Lee Krasner o Helen Frankenthaler.

Si cierras los ojos delante de una reconfortante taza de café, Baldomero es esa casa frente al mar, rodeada de altos pinos, construida en la década de 1920. Reformada y ampliada a lo largo de los años, pero aún conservadora de su modesta escalera, sus molduras de madera y su vasto encanto. 

El rosa crepe de sus paredes remarca el eclecticismo disciplinado de aquel lugar propiedad de alguien que se desvive por hospedar, reunir y agasajar. Su interior, una mezcla entre moderno y antiguo, refleja la creencia de un lugar atemporal. La misma esencia que Naguisa recupera en cada una de sus colecciones.  

El aroma a casero que desprende el tablero repleto de vasijas de loza aviva la fantasía de que, tras esas paredes, las verduras se arrancan del huerto y se arrojan a la parrilla, y las hojas de laurel decoran alguna reliquia de porcelana en la cocina.

Con paso firme, paseamos cómodamente junto a Bielsa, Ger, UrúsDas y Bellver. La sensibilidad estética de la colección parece ligada a este hogareño proyecto. Su originalidad y los cálidos matices de su decoración nos recuerdan a aquellos rasgos dignos de una gran obra contemporánea.  

Delicado y elegante, pero con el estilo relajado de una casa de campo, los interiores de Baldomero son, como lo es VALL, el collage de toda una vida.